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Miguel Rodriguez Sepulveda

Ser el cerro de los aceros, Antonio Calera-Grobet

a Miguel Rodríguez Sepúlveda.

 

“Fuego artificial de acero

Qué seductora esta iluminación

Artificio de artificiero

Añadir algún encanto al dolor.”

Guillaume Apollinaire.

 

Ves el brillo de los aceros en mano. Lo ves abrirse paso entre el follaje de las nomenclaturas indecibles, las frutos artificiales. Aceros en grupas de caballo, por una matrícula sin márgenes, fieles, sin niveles. Ves los aceros en marcaje de su paso: aceros a la deriva del sereno aterido, a cielo abierto, sin prisa y sin embargo fugitivos, seguidos en seca y rancia cacería. Aceros hechos de agua y mendrugos de pan que devinieron en huestes de mira miope, que no reparan a dónde habrán de parar, si el camino que abren conducirá a los cristales romos de la realidad, o bien de hinojos al infinito precipicio del abismo. Sin ojos. Hordas macheteras, velas, como velas encendidas, manivelas, manecillas de un reloj que se pensaba cascado y ha convenido más vivo, a marcar el fin de los cayados en este arado, la muerte de los cafés cantantes y no sonantes, de los ralos libros bien pensantes, no contantes sino disonantes, machetes que a pura mascadura, puro tajo, puro galope de polen y placentas, beberán del pozo que poseían, partirán por su parte perteneciente, de pura catadura, su pura herencia. Ardiente. Aceros para segar trabas, tirar trabes, destrabar el embrollo de las retahílas. Filas de aceros al intercambio, de la cuesta al claro, de lo embustero a lo sabio, por izar banderas con otras lanas, cambiar de cara a la moneda de cambio, aceros de corriente materna, de lengua de leche materna, aceros impresos en su papel virginal impregnado de ácido, papeles revolucionarios del designio designado, papeles más volantes que secantes, papeles aterrizados en su propio mecanismo, su nuevo y bélico abecedario, su papel intrínseco de eco, en otras horas ensimismado y cansino y ahora, por demás de masía, redoblado. Aceros como fábricas manuales, manuales de construcción, deconstrucción reflejante de retóricas y desvaríos, de vuelta al cauce de su río, las pletóricas coreografías de sus críos, al recuerdo de las cuerdas bucales, bucólicas de sus críos, aceros salidos de los arrabales, los arrozales,  los cañaverales, los maizales, ya sin el peso de sus hombres al agua, ya sin la soga de sus altos al fuego. Hordas de aceros en panga y piragua, aceros en calesa, carreta y carretilla, aceros que tuercen los rabos a los cerdos marmóreos, hacen caer las horas, las tejas de la historia raquítica y ramplona, pólvora humedecida en los anales de cochinillas. Aceros que palean, pelan a palos a los palurdos burdos de la lengua bífida y sus sordos abejorros, aceros trinches, aceros porfiados, aceros como astillas de huesos devanados que se acercan la verdad de las perdices, abren a la baya de la verdad de los felices y tiran, tiran como osos la cerca de la mentira, tiran y tiran de la mentira cínica de la tiranía hasta dar con el ajo del trabajo entre sus manos. Ajo nuevo sin destajos, tajos tajantes de su vida niña.  Aceros que percuten como móviles de viento, abren como calendarios de adviento que mañana tras mañana se han cernido entre su propia falta de aliento, bebido de las cabezas colgadas, comido de los hilachos de su carne deshebrada, aceros armados acaso, apenas de penas y pacas de ideas ajadas, meros jirones, mojamas flacas de libros sin carne ni riñones, huesos sosos, socavados, porosos, sobrevivido del siniestro de su sangre derramada y aún así, ya disecados, desecados por el adentro, chorrean su sana sangría sobre el vaho congelado de sus muertos, sus muertos sueltos que, ya sin poder legarse como lagos de gozo, gotas de alegría golosa, han quedado ante sus ojos, fijos, como pajarracos, macacos acaso petrificados en olvido y su estulticia. Partidos, despedazados. Aceros que nadie lo dude atragantados de furia, así de tardía pero así de realista, arrastrados por su rubicunda, terca, telúrica y manifiesta ansia de una siembra nueva, siembra linda de amantes y amatistas, aceros así de esmirriados, así de chillantes, que renacen como del fondo de un lecho casi marino, como anguilas vivas, vívidas, fulgurantes, se cuelan por los aires como vaho de sal, salitre títere desde el más profundo antes. Aceros afilados en el esmeril de la luna llena, rotunda luna de hienas rellena y  plena de su locura,  tatemada llanura que antecede a este su último alumbramiento, de libres cual  liebres, libra por libra de librar la vida en una mínima pero dura y pura cordura. Aceros faros, aceros ferales, aceros como carísimos fanales, dientes de sable, sables proliferantes, conos de incienso encendido, corchetes definitivos a los ungüentos leoninos, los lazos falsos vencidos, aceros en brazos negros bajo el grave agravio de su Dios, aceros hechos a mano en los braseros del Sol, a puro golpe de calor en el agro precario de tal Dios, para justo partir y repartir a ese mismo Dios, rebanarlo en finísimas partículas de uso estrictamente personal, talar el tálamo, el tallo del mismo Dios solo, fantasmal, para el mejor uso del cuerpo y mente de su gente, amada y por armar. Aceros por tanto menos de sortilegio o clarividencia, de presagio ciego y cerrero, y más para el libramiento largo de langostas y caimanes, como hervidero bello de cangrejos y demás animales perfectos como metáfora de un sendero abierto.  Aceros como ato de empecinados, kilométricos picos de pájaros para entablar de una vez la mancuerna forzada, el vencimiento de los costillares falsos, aceros como amasijo de hilos, filos separadores entre anaqueles de libros contables y lupanares reales, templos ungidos, mantos acuíferos y manglares. Aceros flagelos de las mentidas cimas, de la guanga trampa de las prebendas con todo y su vómito de pócimas, quistes y enzimas. Aceros rascacielos, señas señeras, potros libres en un potrero de portentos, aceros sueltos en su suelo suculento. Eso es lo que ves. Velos una vez más y velos bien. Un sinfín de aceros como cielo raso de brillos sin sosiego, esclarecidos, alguna vez idos y ahora vueltos, redimidos en su solaz, guarecidos en su cepa, en su sola forma de estar y no más de sollozar calando cal sobre la tierra. Aceros para la resta de rastrojos, la cortadera de lepras, aceros en busca de surcar la venidera estepa, aceros de la Sierra Nevada a la Sierra Maestra, la Sierra Madre que no se quiebra. Sierra que corta los rabos, sierra que corta los oprobios, sierra que se abre ante la dicha de la nueva siembra. Ves el brillo de los aceros en mano. Lo ves abrirse paso entre el follaje. Ya no se lamentan, no se creman sino revientan, aceros que se afilan, no se afeitan más, se aferran a la verdadera cara de su ramal, de su fastuoso tronco, su entronque señorial, saben bien que de él han tomado su cara y a él se la darán. Son aceros de cielo abierto, abiertos a la siembra, palmo a palmo, palma a palma, de un eterno y majestuoso palmeral.


Antonio Calera-Grobet

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